Hace años hice un reportaje sobre el turismo en cementerios. Estaba de moda el necroturismo. Para mí no era un problema pasearme por las calles de tal o cual camposanto, rodeada de tumbas, y violar -sin querer- la intimidad de las personas que estaban allí rezando o limpiando las lápidas de sus seres queridos.

Entonces yo estaba en otras cuestiones, así que, para mí, cuando un ser humano fallecía solo había una opción: la incineración. Lo que no quiere decir que no respetara a quien decidiera enterrar el cuerpo de sus muertos. Pero aquel espacio, en muchos casos, me parecía hasta hermoso.
En fin, mañana es el Día de los Difuntos así que muchas personas irán al cementerio a dejar unas flores y a decirle a quienes amaron que todavía se acuerdan de ellos. En los nichos y en las tumbas solo hay cenizas; el alma de esos seres volvió con Dios en el mismo instante de su muerte. Fue Él quien quiso llevárselos. Pero si tener un ataúd o una urna con cenizas ayuda a alguien a sobrellevar la pérdida, hay que respetarlo.
Santos y difuntos… Difuntos y santos. Sobre los difuntos, todos sabemos que se llama así a quien ha muerto. Los santos, en cambio, son aquellas personas que, según el cristianismo (y también en el islam), tienen una conexión especial con Dios: un profundo deseo de seguir sus enseñanzas, de imitar a Cristo, de practicar la caridad. Sus vidas son ejemplo de amor al prójimo, de abnegación y sacrificio. Para que la Iglesia reconozca a alguien como santo debe haber realizado algún milagro, preferiblemente dos. Pero eso se alcanza solo por gracia divina; si Dios no lo quiere, nunca serás santo.
Aun así, aunque no tengamos el “título de santo”, aunque la Iglesia no nos reconozca oficialmente esas virtudes, hay miles de auténticos santos a nuestro alrededor: gente buena que vive para hacer el bien y que nunca estará en un pedestal ni en los altares, pero que, a ojos de Dios -y a los ojos de quienes gozan de sus favores-, son más santos que muchos de los que han conseguido tan preciado reconocimiento. Aunque los hombres no los reconozcan, Dios lo hará, aunque sea en privado. Al fin y al cabo, no todos los justos ni todos los buenos obtienen el título de santo. Es como en las carreras universitarias: no siempre tiene éxito el que sacó la mejor nota, sino quien, con esfuerzo y trabajo diario, logra mejores resultados.
A mí lo que me interesa es la vida, el comportamiento que tenemos con las personas que convivimos, que queremos: familia, amigos, parejas, vecinos… Personas, en definitiva, a las que en la mayoría de los casos no valoramos porque están vivas. Solo apreciamos sus virtudes y lo bueno que tenían cuando fallecen. Pero una vez desaparecidos, solo podemos pedir perdón a Dios por nuestro comportamiento y lamentar no haber sabido apreciarles en vida.
Las relaciones humanas son complicadas. Despreciamos a quienes nos ofrecen su amor, a los que hacen lo posible por estar con nosotros, que confían en nosotros y se muestran sin máscaras. Y nosotros no los queremos en nuestra vida porque son diferentes, como si para amarnos tuviéramos que ser idénticos. No damos valor a tener a nuestro lado personas que nos demuestran confianza, empatía y respeto, que no tienen dos caras. Y sin embargo, las apartamos o las humillamos cuando se muestran tal como son. Es muy grave, porque muchos de esos seres tienen el valor de ponerse delante de Dios y rezar a los santos.

Y cuando Dios decide llevarse a alguien que queremos, no pensamos que con Él estará mejor; le reprochamos su comportamiento pensando: “¿Pero qué clase de Dios es este que nos quita lo que más queremos?”. Nos enfadamos, y más tarde nos invaden sentimientos de culpa por no aceptar, o por todo lo que creemos que no hicimos (aunque hayamos hecho todo) por la persona fallecida. Nuestra vida parece que termina. Nos perdemos, porque muchas veces las relaciones que establecemos con nuestros padres, esposos o esposas no están basadas solo en el amor, sino en la dependencia emocional. No construimos relaciones adultas, sino que vivimos en función de otra persona. Y cuando esa persona se va -ya sea por la muerte o por una separación- y tenemos que comportarnos como adultos e independientes, no sabemos cómo hacerlo, porque hemos sido el apéndice de otro ser humano, no su pareja.
Podemos superarlo, pero solo si no repetimos el mismo patrón: si no volvemos a buscar otro “sostén” en forma de familia o amigos donde reclinar la cabeza y dejarnos llevar, esperando que nos digan cómo vivir. Porque “¡Oh, Dios!, la vida me maltrata, qué desgraciado soy…” No. Hay que espabilar.
Lo que nos pasa puede ser una bendición, aunque venga disfrazada de tristeza. Todo lo que no nos mata nos hace más fuertes. Tal vez por eso nos cambian la vida: para que seamos los seres humanos que debemos ser, para que saquemos nuestra fuerza y vivamos. Pero para eso no hay que ser cobardes (me encanta repetirlo, también para mí).
La verdad es que es difícil encontrar buenas personas a nuestro alrededor. En ningún sitio, ni siquiera en la iglesia, donde apenas nos miramos. Poco nos interesa lo que le sucede a los otros. Pero queda tan bien ir a misa… aunque no esté de moda. Ya se pondrá: todo son ciclos, y al final, cuando al ser humano le fallan los hombres, siempre -por muy ateo que sea- se refugia en Dios.
Y si lo extrapolamos a los conflictos que asolan el mundo, donde mueren miles de inocentes y donde aún hoy, en pleno siglo XXI, hay sacerdotes asesinados por impartir las enseñanzas de Cristo, me pregunto cómo es posible que los políticos, que también son seres humanos, no sean capaces de detener las contiendas y pensar en todas esas personas que solo quieren vivir en paz.
Paz, paz y respeto. Esas deberían ser las primeras palabras en nuestra conciencia.

El dinero -que para la mayoría es lo más importante- tiene una importancia relativa. Se necesita, sí, para cubrir nuestras necesidades vitales, pero no debería ser el centro de todo. Me hace gracia cuando la gente comenta, en tono despectivo: “Ese no tiene dinero”. Y yo pienso: ¿cómo que no tiene dinero, si vive en una casa, come y tiene cubiertas sus necesidades? Lo que pasa es que no tiene nada almacenado. Para mí, no tener dinero es vivir en el suelo de cualquier esquina y depender de la caridad de los pocos caritativos que existen en el mundo, esos pocos que tienen corazón y ayudan a cambio de nada. Porque cuando caes en el abismo, casi nunca hay nadie que te ayude a recuperar la dignidad.
Es curioso: en YouTube se ha puesto de moda sacar historias de perritos abandonados a los que salvan y buscan un hogar -y me alegra mucho que eso pase-, pero qué poca empatía tenemos con los seres humanos. Cuando alguien está en el suelo, la mayoría le pisa para que caiga más bajo.
Así que hagamos todo lo posible por las personas cuando están vivas. No las idealicemos ni pensemos que eran maravillosas, geniales e insustituibles solo cuando han muerto. Solo cuentan las personas vivas; de las que han fallecido se encarga Dios.

Y en cuanto a los santos, para nosotros son referentes de vidas admirables. Pero nosotros, los que no somos santos -y no sabemos si lo seremos en esta vida-, dependemos de la voluntad de Dios.
El otro día, hablando sobre la festividad de un santo, le decía a una amiga que yo no creo en los intermediarios. A veces me planteo la religión como una gran empresa y a Dios como su CEO máximo. Y pienso: ¿para qué dirigirse a los santos, si lo ideal es hablar directamente con el director? Ella me dijo: “Pero en una empresa, a veces, no puedes hablar directamente con el jefe”
Y yo respondí: “Hasta aquí podíamos llegar, que no pudiéramos dirigirnos directamente a Dios. Y si Él tiene mucho trabajo -que seguro lo tiene-, para eso está su madre. Nosotros somos sus hijos, y un hijo es más importante que el vino que necesitaban en las bodas de Caná, y ella intercedió para que no faltara”.

Así que, en esta empresa que es la religión católica, tenemos la mejor de las intermediarias: la Virgen. Pidámosle a ella; quizá así consigamos vivir en un mundo donde primen la justicia y la paz. Aunque a veces no sepamos ni pedir… somos tan egocéntricos y orgullosos. Somos, sencillamente, humanos. Falsos, crueles… y muchos más adjetivos que no hace falta enumerar. Fotos: MJR
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El Cajón de Lady Pepa, es un espacio donde caben noticias de cualquier ámbito. En está página hablaré de temas que para mi sean interesantes al margen de si son o no actualidad. Es mi espacio, y quiero que sea un reflejo de lo que me apasiona, de lo que me molesta y lo que me sorprende. Me interesa la moda, me gustan los viajes, pero sobre todo admiro a las personas que con sus ideas e iniciativas ayudan a crear un mundo mejor.








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