“Hay derrotas que tienen más dignidad que la victoria” – Borges.
A veces tenemos que olvidar el misterio y la elegancia, y convertirnos en simples mortales dispuestos a contar nuestras miserias para defendernos de las mentiras que otros inventan sobre nosotros. Isabel Preysler ha publicado sus memorias, «Mi verdadera historia», y estoy convencida de que este libro ha salido al mercado con una intención muy clara: desmentir a la familia del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa -Nobel como escritor, que no como persona-, quienes han dejado entrever que fue él quien rompió con Isabel. El propio Vargas Llosa justificó la ruptura como “el desgaste lógico del paso del tiempo”, convirtiéndose, supuestamente, en el único hombre que la ha dejado.

Hasta aquí podíamos llegar. La socialité siempre ha desmentido esa versión y ahora lo demuestra con una carta que le envió al escritor, en la que le advierte que “le da puerta” si no cambia su comportamiento. Isabel culpa a los celos del peruano de la ruptura: en los últimos tiempos, cada vez que discutían, él se marchaba a su apartamento y volvía cuando le parecía. Todo ello ya en una etapa de su vida en la que era un hombre octogenario y enfermo.
Porque si hay algo que duele, que ofende y que humilla, es cuando nos tocan el orgullo. Cuando la gente chismorrea a nuestro alrededor, cuando reescriben nuestra biografía y hacen lo posible por dañar nuestro prestigio –ese que cuesta años construir-, intentamos hacer oídos sordos… hasta que nos cansamos.

Pero, como dice el refrán, “con la Iglesia hemos topado”. Cuando la humillación proviene de una ruptura sentimental y el entorno de la ex pareja -los hijos, la exmujer, las amigas, las hermanas- insinúa, para salvaguardar el legado del gran escritor, que fue él quien la abandonó porque ella no estuvo a la altura, la reputación de una fémina queda en entredicho. Y eso, Isabel, una mujer con fama de seductora, una especie de “reina de corazones”, una “diosa”, aunque sea de Porcelanosa, no lo iba a permitir. Podrá tolerar muchas cosas, pero no esa. Y aunque haya tenido que bajar del Olimpo para convertirse en simple mortal, con este libro ha querido demostrar que a ella no la deja nadie
Incluye, además, una carta en la que le da un ultimátum al escritor: “O cambias de comportamiento, o se acabó”. Y se acabó. Al fin y al cabo, ¿qué importa lo que opine el mundo? Lo único que realmente importa es lo que vivimos, lo que sentimos y lo que estamos dispuestos a defender, aunque para hacerlo tengamos que abandonar las formas.
Isabel ha decidido contar capítulos de su vida que la acercan a lo terrenal, respondiendo a muchas de las preguntas que el público se ha hecho durante años. Esas respuestas, quizás, la hacen demasiado «humana».
De este libro -que la mayoría aún no ha leído- se ha dicho de todo, según sean amigos o enemigos de la Preysler. Pero creo que a ella le da igual, porque ha sido capaz de bajar a los infiernos con tal de no ser destronada de su papel de mujer deseada.
Aunque, en el intento, haya tenido que perder. Frente a la gentuza -esa que por envidia, celos o cobardía destroza la vida de los demás- no hay mejor arma que la verdad. Una verdad que solo los valientes se atreven a oír. Sí, como ha hecho Isabel Preysler, hay que ofrecer siempre la verdad, aunque se tambalee el mito, aunque se nos caigan los tornillos de la nariz. Al fin y al cabo, la mayoría de la gente la tiene de origen. Atrás queda el misterio, pero siempre permanecerá la elegancia.

Como decía Coco Chanel: “La confianza interior es lo que permite que la elegancia brille. Una mujer debe sentirse segura y cómoda en su propia piel para proyectar elegancia.” Y, sobre todo, debe ser siempre ella misma. Debe estar dispuesta a defenderse, a manifestarse, a perder para ganar. Porque gana quien lucha, y pierde quien hace daño gratuitamente… muchas veces, incluso, en nombre de Dios.
Seguramente Isabel le habrá preguntado a su hija Tamara qué pensará Dios de este libro. Y Tamara -que, según su madre, es muy responsable- le habrá respondido que cree que a Dios le parecerá bien que se defienda. Porque a Vargas Llosa le dio el don de la escritura, pero no el de la elegancia. Que siga siendo feliz con su vida -aunque eso no venda-, pero que no culpe a Dios de sus «desgracias». Fotos: MJR
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